Quizás Felipe el Hermoso tuvo algo de grandeza, pero encarnaba muy exactamente la anticruzada
como falsificador de monedas y opresor de los judíos por necesidad.
El Temple representaba, por el contrario, todo lo que él execraba: la independencia, el desinterés, la aventura heroica y la primacía de la fe. Era lógico que lo convirtiera en el chivo expiatorio.
El proceso que arregló con mano maestra y las confesiones que sus verdugos arrancaron a sus prisioneros (sonsacadas a base de promesas falaces que se alternaban con amenazas y con el espectáculo de los tormentos infligidos a sus hermanos) han empañado para siempre la gloria de los templarios y falseado su historia.
Desde entonces, y sobre todo en nuestra época, la mayor parte de los autores no han dejado de reconstruir ese proceso a pesar de su respeto a la verdad.
Sólo se han preguntado hasta la saciedad si los templarios eran culpables, no si eran inocentes. Han vuelto a asumir indefectiblemente las directrices de la acusación inventadas por Felipe el Hermoso y sus juristas olvidando la obra templaría. Con esto sólo han conseguido agravar las sospechas que un proceso injusto arrojó sobre la orden y engrosar el sistema con el que se arropaba.
Pero no hay necesidad de recurrir al esoterismo para justificar la discreción de sus miembros (por lo demás, común a todas las órdenes religiosas) ni tampoco a la alquimia para descubrir la fuente de las riquezas templarías.
La regla, ampliando y precisando en sus sucesivas versiones las disposiciones iniciales necesariamente un poco estrechas, expone sin la menor ambigüedad la vida de los templarios en tiempos de paz y en tiempos de guerra, en las encomiendas de Oriente y en las de Occidente, en la elección del Gran Maestre y en la toma de hábito de un simple caballero o en la de un hermano sargento*, además de las obligaciones religiosas y la disciplina de la casa. De todo ello deducimos que permaneció inflexible hasta la tragedia final.
Fuente:
La vida cotidiana de los templarios en el siglo XIII - Georges Bordonove
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